jueves, 3 de abril de 2008

ILLAPA (*)

(*) Premio de Narrativa López Novoa, La Huesca, Barbastro, España, 1984.



Por Hugo Yuen

A la memoria de B.

HUILLAC Uma aspiró el aire desatado en el desierto pleno, y una grávida gota de sudor corrió por su mejilla. De pronto, el ardor que el cansancio le producía en la nuca lo doblegó, haciéndole caer de rodillas sobre el suelo arenoso y, tocán­dose el cuello enfebrecido con una áspera mano, levantó la cabeza: Suspendida en el cielo estrellado que se desplegaba sobre su cuerpo, la gran estrella de larga trenza plateada ondeaba su cabellera y lo contemplaba desde lo alto de la cúpula celeste. Con agotada lentitud, Huillac Uma se puso en pie, caminó un pequeño trecho y se detuvo nuevamente.
‑Padre ‑pronunció mirando al cielo‑. Oh, Illapa, ser­piente de luz ‑vibró su voz como un lamento en la planicie desolada.
*****
¿DONDE estaba Huillac Uma?, habían entrado al pueblo pregun­tando por él. Soldados en Yauyú te buscan, le habían advertido algunas mujeres que corrieron presurosas a darle aviso. Las siguieron, pensó cuando los soldados se introdu­jeron en la casa del Oráculo, sacándolo a empellones de la Huaca a él, Huillac Uma, Oráculo de Yauyú, hijo del Rayo.
No habían respetado ni siquiera el cuerpo aún caliente de la llama blanca que estaba a medio ofrendar. Que esperaran, trató de razonar con ellos. Era la ceremonia del Ayamarca la que estaban interrumpiendo. Pero los soldados se limitaron a repetir la orden que habían recibido, como si esa repetición los exculpase del sacrilegio cometido:
‑El Inca quiere verte.
Tardaron cinco días en llegar al Cusco, avanzando a contramarcha. En el trayecto, cuando en las noches se detenían a comer, los soldados murmuraban. Temerosas conversaciones se tejían en las torpes bocas de la soldadesca y llegaban, gra­cias al viento favorable, a oídos de Huillac Uma, mientras comía protegido por la penumbra.
Un cóndor, el día del Sol, se había desplomado sin vida en la Plaza Sagrada de Huacaypata, posando su cabeza inerte a los pies del Inca. Por esos días, cientos de mensajeros lle­garon al Cusco desde las fronteras más remotas del Imperio, portando malos augurios que el Inca escuchaba desde el silen­cio de su soberbia, para luego mandar a la muerte a los infor­tunados heraldos. Hasta que surgió él, elevado e insólito: se había levantado primero débilmente, atravesando el cielo con su pequeña presencia. Mas, luego, la furia avivó su dormida fragua, y un día salió por oriente y subió al cielo arrastran­do en su ruta una larga lengua incandescente, matando con su luz a la llama sagrada que se dibujaba en el firmamento en las noches despejadas de luna nueva.
Oro y plata, maíz y auquénidos, llegaban al Cusco desde las cuatro regiones del Imperio, como ofrenda para aplacar la furia del dios. El Sacerdote Principal, recurriendo al rito de la Capacocha, había ordenado sacrificios humanos. Sólo en el Cusco, se ofrecieron doscientos niños que fueron degollados en ceremonia masiva.
La sangre aún latía sobre el altar de piedra de los sacrifi­cios cuando Huillac Uma llegó al Cusco. Fue llevado ante el Inca atravesando pasadizos oscuros y estrechas callejue­las en las que lo señalaba el gentío, al tiempo que se apar­taba abriendo camino a la comitiva oficial. Escoltado por renovados soldados, llegó finalmente al salón del Inca.
Postrado, Huillac Uma sintió la dureza de la piedra contra sus rodillas, y en medio del silencio pudo ver, a su lado, al sacerdote de Pachacámac, el Oráculo más famoso del Imperio. El Inca habló y los Oráculos cómo eran requeridos a comunicarle los secretos que la gran estrella con cola de serpiente traía. Durante incontables noches de complicadas ceremonias, Oráculos de todo el Imperio habían procurado en vano descifrar sus designios, inventando terribles mentiras que contarle al Inca. Pero esa noche ellos podrían, final­mente.
Y Huillac Uma sintió cómo era cogido de los brazos y con­ducido, tras el Oráculo de Pachacámac, por oscuros corredores de piedra gastada, construídos durante milenios por esclavos alarifes. Fue dejado en una habitación oscura, iluminada tan sólo por la luz nocturna de una pequeña ventana abierta al oriente. Por ella, Huillac Uma observó durante horas la cola piramidal de esa extraña estrella con cabeza de cóndor y alargado cuerpo de serpiente. La luz de la estrella era tan intensa que ya no se veía la Constelación del Puma, sobre cuyo plano se había levantado el Cusco en época remota, siguiendo un modelo celeste. Un leve escalofrío le recorrió el espinazo; temió, pero dando paso a la cordura, se sobrepuso y entonces, con la nitidez de lo siempre visto, vio no la sola noche, sino una suerte de lejana luz curada por la sombra, que le susurró al oído lo que sus ojos y su mente ya sabían.
Con el crepúsculo matutino, fueron a buscarlo. De re­greso, recorrió los mismos corredores, pasó rápido los mismos vacíos salones, escuchó el mismo silencio como fondo a sus pasos repetidos en la penumbra del alba, mientras trataba de ordenar sus pensamientos. Se preguntaba todavía qué diría el Oráculo de Pachacámac, cuando se vio postrado en el salón del Inca. El otro adivino estaba ya de rodillas, cuando él miró en rededor. Tuvieron tiempo todavía de mirarse de soslayo antes de ser requeridos por el Sapa Inca.
Un reducido séquito rodeaba a Huayna Cápac. Con gesto apenas perceptible, el Inca ordenó que expresaran su vaticino. Un soldado aguijoneó a Huillac Uma con su lanza, pero el de Pachacámac, con voz ansiosa, habló primero:
Fueron frases breves y terribles. La voz del Oráculo resonaba en el salón y sus palabras violentas llegaban a los oídos de todos. Inminentes pestes y males desfilaban por las mentes angustiadas; guerras y muerte plagaban el porvenir. El rostro del Oráculo sudaba copiosamente, y en el brillo en­ceguecido de sus ojos y en el temblor irreprimible de sus labios al hablar, se reconocía el pánico. Súbitamente, como había empezado, su voz se apagó diciendo:
‑Presto se acabarán nuestros usos y surgirá otro nuevo modo de vivir.
En aquel momento, imponiendo su voz al murmullo que siguió al vaticino, Huillac Uma habló, agolpando en su voz toda la gravedad que su garganta le permitía:
‑Nada de lo que dice es cierto. Victorias y riqueza aguardan al Imperio. Hijos tuyos guerrearán en tu nombre, y Wiracocha, barbado y blanco, llegará pronto del mar, desde el norte, como dijeron nuestros padres que llegaría nuestro dios ‑hablaba lento y fuerte, agitando las manos al cielo y arrodillándose para besar el piso. Eres el más grande de los príncipes del la tierra. ¿Cómo permites que alguien del de­sierto, donde ni el maíz ni la llama crecen y viven, se burle de ti ante los tuyos?
Breves momentos de duda caldearon el ambiente y se pro­longaron hasta que el silencio fue roto por la voz del Inca, quien lanzando juramentos y agitando su manto, hizo cortar en el acto la cabeza del viejo profeta que le anunció desgracia, ordenando luego quemar la casa del desafortunado Oráculo.
*****

BAJO la luz lechosa del amanecer, Huillac Uma miró a lo lejos, a las lejanas montañas donde se hallaba su gente. Yauyú, pensó, y una lágrima rodó por su curtida mejilla hasta refu­giarse en la comisura de sus labios secos.
‑Yauyú ‑dijo. Pero él no iba hacia ellos ya.
Corría viento. La arena del desierto se le introducía en los ojos, en los oídos, en la boca. Golpeó el lomo de sus llamas más cercanas y éstas apuraron el paso.
Jamás olvidaría aquella noche en vela en el Cusco, parado frente a esa ventana. Pronto llegarían noticias de los hombres que, por el mar, desde el norte, se acercaban, próximos ya al río Virú. Se lo decía Illapa, como se lo había dicho durante su penosa vigilia, al asistirlo generosa, aunque contrita­mente, en su interpretación de los designios de la estrella de radiante cola. Dentro de poco moriría el Inca y las guerras fratricidas de sus hijos desgarrarían al Imperio. ¿Luego? Derrotas, sometimientos. "Presto se acabarán nuestros usos y surgirá otro nuevo modo de vivir", pensó. Sonrió con amargura. Levantó la cabeza y ahí estaba él: el largo cometa con cabeza de cóndor y un gran fuego en forma de serpiente.
‑Si tan sólo me hubiera equivocado... ‑musitó, y sus palabras se perdieron en el viento.








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