martes, 6 de mayo de 2008

CURACIÓN

Por Hugo Yuen

-¡Mierda!- Exclamó Rodrigo, al tiempo que dejó caer el tenedor sobre un costado del plato y se llevó la mano a la cara, ocultando el gesto de dolor que había transformado su rostro en un puñado de músculos contraídos.

El dolor, un relámpago de luz en sus retinas, lo cegó unos segundos hasta transformarse en una sorda punzada y tomar posesión de un extremo de su mandíbula.

Con blanda y húmeda pereza, los sonidos lejanos que llegaban a sus oídos se habían ido acercando, recuperándolo del limbo personal en el que había caído, hasta que, como una tibia crisálida al pie del capullo recién abierto, volvió a tomar consciencia de su entorno, viéndose solo y dolorido, con la mano derecha cogiéndose el mentón, sentado a una pequeña mesa del restaurante próximo a la oficina, donde solía almorzar todos los días y que, en ese momento, le pareció más bien una agitada colmena rebosando actividades múltiples y mecánicas, pero insensible a su desventura personal que, se le antojaba, era igual a la de un perro apaleado por su propio pan.

Por un momento había dejado de pensar en Claudia (la recordaba enfundada, como de costumbre en la intimidad, en un polo de algodón, con sus diminutas bragas señidas y sus kilométricas piernas desnudas, haciendo estremecer con su presencia al aire y sus afiebradas neuronas), alternativamente cándida y desafiante, loca maravillosa, ahora se había convertido en una ausencia a secas, luego de abandonarlo la noche anterior, después de una pelea particularmente violenta que terminó por romper la relación, la radio portátil y un portarretratos que se estrelló contra el piso poniendo fin a la discusión.

El dolor en el mentón había tenido la virtud de hacerlo volver al presente, de hacerle olvidar ese otro dolor, más hondo e íntimo, en el que estaba inmerso desde la noche anterior en que ella lo dejó con un reguero de recuerdos y sentimientos turbios acosándolo y acusándolo sin cesar. Los celos, la culpa, la desolación lo corroían como ácido muriático, carcomiéndolo hasta el tuétano.
Mientras acababa su rápido almuerzo antes de volver a la oficina, un astillado hueso de pollo se escabulló escabullido en el último bocado que se había llevado con el tenedor, enfrentando, marfil contra marfil, a su molar con el hueso intruso. Utilizando la lengua y el paladar, llevó a sus labios dos trozos angulosos y duros que recibió con el pulgar y el índice izquierdos. Luego de mirar con rencor el pedazo de hueso que le partió la muela, miró con extrañeza aquel otro fragmento óseo -el de su cuerpo- que ya no le pertenecía, que ya no era él. Soltó ambos pedazos de materia inerte en el aire, viéndolos caer en cámara lenta y sintiendo cómo sus golpes claros y repetidos sobre la fórmica de la mesa cerraban para siempre el incidente, pero no el dolor, que seguía abierto y vivo en su conciencia, irónico como el plato de arroz con pollo que seguía sobre la mesa.

El restaurantito de menú económico quedaba a unas pocas cuadras de la oficina, en una de esas transversales de la Rivera Navarrete, una zona menos comercial y bonita, pero lo suficientemente cercana como para asegurar una clientela copiosa entre tanto oficinista próximo. Al llegar al trabajo, Jorge, su compañero de oficina en la empresa, al verlo compungido y congestionado ,le ofreció la dirección de un dentista. Sólo a Rodrigo le pasaban estas cosas, había comentado en voz alta mientras lo miraba con sorna compasiva, hurgaba en su escritorio buscando la tarjeta del dentista y él era burla de la recua de compañeros que festejaban la muela rota.

Mientras esperaba sentado en el sillón del dentista, Rodrigo se había admirado de la pulcritud, de ese orden místico que envolvía el salón del odontólogo, que ahora le daba la espalda mientras se prepara para atenderlo.

El sillón odontológico en el que se hallaba trepado estaba anclado en el centro de la habitación, tan incuestionable como la piedra de los sacrificios en la cima de un monte, en la que él era ahora una víctima por ofrendar. El limpio linóleo relucía en el piso y una luz difusa entraba por el amplio ventanal por el que se veían -a lo lejos- las frondosas copas de los árboles de un parque, y los muros lisos y llenos de destellos de algunos edificios circundantes, plagados de cristales. El otoño todavía entibiaba las tardes con algo de sol, aunque nunca se sabía; estaban en esa época del año en que de pronto la neblina descendía y llenaba todo con una atmósfera tristemente húmeda y gris.

Paseando su vista por el salón, su mirada se topó con un escritorio ordenado y casi vacío, dispuesto en diagonal a las paredes, como un automóvil mal aparcado. Algunos estantes con libros y vademécumes de la profesión, como viejos textos de hechicería, lo contemplaban desde los extremos del cuarto color lúcuma, marcando los límites del escenario de la liturgia que estaba por empezar. Un par de vitrinas atiborradas de medicamentos que tenían impreso el sello •”Muestra Médica”, obsequio de los laboratorios médicos, y las repisas con el instrumental, además de algunos afiches del cuerpo humano abierto por capas -de esos que distribuyen los laboratorios mostrando músculos y huesos, como si el ser humano fuera un cebolla o una sandía a la que se pudiera calar en vida-, completaban el mobiliario.

-Abra la boca-. Llegó a sus oídos una voz cavernosa y lejana, sorprendiéndolo en actitud fisgona.

-Abra la boca-, repitió el dentista, que lo miraba al pie de la mesilla en la que había estado manipulando su instrumental. Uniformado y de punta en blanco, tras la mascarilla de tela que se había puesto y que le cubría la parte baja de la cara. El aroma de los medicamentos y los empastes que manipulaba a diario caminaron con él hasta que, ya junto a Rodrigo, encendió la luz de la lámpara que pendía encima del sillón. Presionó algunos botones y el respaldo se reclinó hasta dejarlo en una posición casi horizontal. Rodrigo sintió cómo su cuerpo se elevaba con la silla que subía lentamente, en un aparente acto de ilusionismo en medio de la sala ambarina del consultorio, hasta que el dentista no tuvo que agacharse para poder mirar sin mayor problema el interior de su boca, que abrió con la ayuda de una paleta de madera. En ese momento no le hubiese sorprendido si sacaba un serrucho y procedía a cortarlo por la mitad ante el aplauso de un público inexistente.

En cambio, percibió el traje blanco; la mascarilla cubriéndole la boca; los guantes de caucho, infaltables desde la aparición del Sida; el altar del sillón en el que estaba, con sus pedales y aditamentos que, luego de haber sido manipulados, lo habían sumido en una levitación casi metafísica, etérea, como acercándolo al cielo, tal vez a Dios, como la ofrenda de un apacible cordero bíblico. La luz de la lámpara, que lo miraba desde arriba como un ojo misterioso, enorme y omnisciente, parecía aguardar el momento para, con su iluminación celestial, proceder a atisbar en la médula de su espiritualidad, en el centro inmarcesible de su dolor.

El dentista comenzó su trabajo con pinzas, ganchos y espátulas, que previamente había extraído del autoclave, como del Sagrario donde se guarda el copón de las hostias en el templo. Raspa, hurga, inspecciona cada resquicio de ese limbo personal que marca el límite entre su mundo interior y su yo público: su boca. Con toda esa parafernalia de por medio, Rodrigo no puede eludir la tentación de comparar al dentista con el sacerdote en la liturgia de la expiación de los pecados, en el acto de la redención del alma, de la expiación de la culpa a través del dolor. Está en estos pensamientos cuando, a contraluz, lee, impreso en el marco de las luces que lo iluminan desde arriba: Belmont, y recuerda que es la marca del sillón en el que está sentado. Por lo visto, algún marketero sádico había dispuesto allí el apellido del fabricante, pensando en los miles de infelices que pasarían horas enteras desparramados en el armatoste, pujando y maldiciendo de dolor, de modo que era imposible no mirar la puta palabreja. El dentista culmina su inspección.

Luego de explicarle que la fractura le ha dejado un muñón maltrecho que debe ser limado para poder engastar en él una corona metálica que complemente el trozo partido, se queda mirándolo a la espera de una respuesta. Sus ojitos, pequeños y vivaces, parpadean expectantes y lo contemplan fisgonamente detrás de la mascarilla de tela. El tema crematístico ahuyenta de su cabeza por un momento toda posible relación espiritual inspirada en el acto mecánico de pulir una piedra que, curiosamente, luego de crecernos en la boca, debe ser enfundada en una prótesis de metal arrancado a las entrañas de la tierra sobre la que caminamos.
-Y, ¿cuánto me costará esta gracia, doctor?-. El haber tenido ganchos y pinzas rascando su marfil y rozando su carne, invadiendo su boca, le deja la sensación desagradable de un sabor metálico que debe paladear a disgusto mientras suelta la pregunta. Discuten la calidad del implante, la forma de pago, el número de sesiones y, finalmente, se ponen de acuerdo.

El dentista le ha inyectado anestesia. Con mano diestra ha golpeado repetidas veces su carrillo, como una paloma que aletea en su mejilla “Mismo Espíritu Santo”, piensa y, al hacerlo, no se da cuenta del pinchazo de la jeringa sino cuando la silocaína empieza a romper lentamente la trama de su carne.

Con paciencia, el dentista va taladrando una oquedad en la oquedad mayor de su boca, que a su vez forma parte de la oquedad de su vida, que terminará en la oquedad de su tumba. Rodrigo siente, con presteza, el dolor. Su cuerpo se tensa ante el sonido del taladro y la fresa limando el marfil de su boca, socavando el hueso, aproximándose cada vez más al núcleo de su sensibilidad, al lugar más descubierto y próximo de su alma sufriente. Cada cierto tramo, el médico se detiene y le dice:

-Escupa- y un hilo de sangre y baba caen sobre la loza del pequeño lavabo que tiene a su costado y por el que fluye un chorrito de agua. Siente que está cometiendo un sacrilegio al escupir allí, en ese pozo inmaculado, como si lo estuviera haciendo en la pila bautismal de una iglesia.

En eso se toman una hora. En la medida que avanza el efecto de la anestesia, se va diluyendo también su contacto con la fresa del taladro, con el ruido, con el dolor. Se va quedando solo consigo mismo, y una especie de irónica alegría rodea el movimiento de las manos del médico, manipulando el instrumental dentro de su boca abierta, colocando emplastes que mezcla y amasa en un mortero de porcelana blanca que cabe en el cuenco de su mano. El aroma a clavo de olor que sale del emplaste le hace regresar a viejas tardes de su niñez en las que la ausencia de pecado era premiada con una tajada de recién horneado pye de zapallo y jengibre, hecho con maternales manos generosas. De cuando en cuando una aguda punzada lo remece de raíz.

“El dolor del alma va siendo curado con el dolor del cuerpo”, piensa y se anima: “Debe sufrir para dejar de sufrir”. A eso se reduce el trabajo terapéutico de la religión, esa medicina homeopática del alma, concluye. El buen olor del médico refuerza no solo la idea de asepsia, que se aloja en su mente, sino también la de purificación.

-Ya está-, le dice finalmente el dentista y, minimizando su labor, añade -No ha sido nada. Ya puede levantarse.

La sensación de tener inflada media cara le hace sentirse extraño. Intenta ponerse en pie pero se le nubla la vista y le zumban los oídos. Siente un fuerte mareo y todo empieza a moverse a su alrededor y a perder consistencia. Se aferra como puede, para no caer, a los brazos del sillón del que se acaba de incorporar.

El médico lo percibe y, detrás de la máscara que todavía tiene puesta, se abren desmesuradamente sus ojos, sorprendidos. Se apresura a hacerlo volver al asiento cogiéndole del hombro y retrae el espaldar para que se recueste. Luego le da la espalda y, como viejo alquimista de fuegos fatuos, manipula rápidamente unos frascos en un acto de prestidigitación improvisado, con la presteza de quien sabe del valor de la mandrágora. Coge un puñado de algodón y lo ensopa en alcohol. Gira, de cara a él, y se lo da a la mano con la orden precisa:

-Huela hondo-. Rodrigo obedece. Así está un buen rato. El dentista sigue con preocupación su evolución.

Desde la nube del mareo en la que está y de la que, ironiza, el algodón es un símbolo, reflexiona, mientras inhala el agua-ardiente que es el alcohol que le ha alcanzado ese aprendiz de brujo, y concluye que fue demasiado pronto para proclamar su cura. “Habrá, con seguridad, momentos de recaída”, se dice, mientras ve que el dentista va tranquilizándose y regresando a sus tareas inconclusas de recoger el instrumental, maculado con su sangre y rastrojos de su ADN, y poner todo en orden, luego de la liturgia de sanación realizada, observándolo, mientras manipula las cosas, con el rabillo del ojo, por si acaso. De espaldas a él, le escucha decir:

-Siga echado hasta que se sienta bien. Se le bajó la presión. Se puso blanco como la cera-. Guarda silencio un momento, sopesando sus palabras, y añade: -Pero ya pasó.

Rodrigo lo ve ahora casi de perfil ante él, redactando algo en un pedazo de papel que luego recibe de su mano extendida. Se imagina que, como cuando niño en la capilla del colegio, terminada la confesión en la sacristía, el médico le dirá por escrito la fórmula que oía de boca del Padre Miguel: “Reza tres padrenuestros y cuatro avemarías, y ve con Dios, hijo mío, tus pecados han sido perdonados”. Pero se sorprende cuando aparecen, garrapateados, el nombre de un antiinflamatorio y la indicación:

Meloxicam.
Comprimidos 7,5 mg – 15 mg.
1 tableta al día


Ya recompuesto, se pone de pie y camina con el médico hasta la puerta. Éste la abre y le mira a la cara, ya sin la mascarilla que ha usado durante toda la intervención. Es un hombre joven, de cabello corto y tez cetrina, todavía no marcado por la vida. “El rostro de Dios”, piensa. Embobado, le escucha decir:

-Esto es sólo el comienzo. Todavía faltan una o dos sesiones, pero lo peor ya ha pasado-. Pero la voz tiene el cantito aflautado limeño, lo que despeja cualquier hálito divino dn su entorno. Es demasiado real para ser trascendente. El fenómeno jamás llegará a ser noumeno. -Lo espero el jueves, a la misma hora y, por favor, sea puntual-, concluye.

Se despiden. Rodrigo sale y siente cerrarse la puerta tras de sí. Ya fuera, en las palabras del dentista de rostro descubierto, reducido a la condición de simple mortal, siente la obligación de encontrar un último mensaje, la última palabra de Dios dicha entre dientes a través de su nuncio andino. El mensaje cifrado para que lo descubran solo los elegidos.

Está en eso mientras camina hasta el paradero del ómnibus. Ha oscurecido y la gente camina presurosa y bullanguera, atravesando la garúa y el ruido de los autos que parecen sacudir los árboles de la avenida. Siente que la anestesia está pasando y la niebla cae sobre la ciudad envejecida, que el dolor físico se hace más real, que lo toca, que va perdiendo esa aura que lo había embargado de un halo de místico recogimiento, y que la causa de su malestar se va focalizando, perdiendo esa blanda sensación que se había acurrucado como un nido en su mandíbula, haciéndose ahora más real y precisa, ubicándose en un lugar determinado de su rostro, en el punto traumatizado de su osamenta, y que el peso asfixiante que sentía en el pecho, el otro dolor, el desamor, también persiste.

Sí, el dolor continuaba. De repente incluso aumentaría por un tiempo más. ¿No había dicho el médico que podía tener alguna ligera recaída? Debía sufrir para dejar de sufrir. La religión era la medicina homeopática del alma. La última frase del hombre que lo había atendido destella en su mente como el chisporroteo de una vela: “Esto es solo el comienzo, pero lo peor ya pasó”, recuerda, y una sonrisa se esboza en su rostro, desfigurándolo al plasmarse en una mueca grotesca que tuerce su cara, como una cicatriz nacida de la anestesia residual sobre sus heridas todavía frescas, en medio del dolor de una curación que, tal vez, de verdad, había comenzado...


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